Un pasado de fiebre amarilla y el presente de Covid-19
El miércoles 27 de enero se cumplen 150 años del primer caso de fiebre amarilla en Buenos Aires. Una epidemia que dejó un saldo de 14.000 muertos.
Este hecho trágico quedó grabado en la Historia y todo el mundo lo recuerda. Hoy, estamos atravesando una Pandemia de Covid-19 que afecta al mundo y en Buenos Aires ya arroja un saldo de más de 43 mil muertos.
¿Cuáles son las similitudes y diferencias entre aquella epidemia y la actual pandemia?
Comencemos por decir que una epidemia afecta a una zona geográfica y una pandemia se extiende por el mundo.
Veamos qué ocurrió en Buenos Aires con la epidemia de fiebre amarilla:
A comienzos de 1871 existía cierta preocupación del gobierno por la epidemia que estaba afectando a las poblaciones de Paraguay y Brasil. Cabe recordar que pocos meses antes había sido la Guerra del Paraguay, en la que participaron Uruguay, Argentina y Brasil, contra el Paraguay.
El presidente Sarmiento envió al doctor Pedro Mallo a Corrientes, donde la fiebre amarilla estaba causando estragos. El gobierno quería conocer la situación sanitaria y ordenar una cuarentena estricta a todo barco que arribara a los puertos argentinos desde Asunción. Confiaban que esa medida sería suficiente para preservar a Buenos Aires, la ciudad más poblada del país.
En 1871, la capital sumaba 184.035 habitantes; de los cuales, 44.435 eran menores de diez años. La mitad de la población era argentina, mientras que el resto lo conformaban los inmigrantes, entre los que se destacaban los 49.900 italianos, unos 15.300 españoles y 3.230 ingleses.
Los tres primeros casos de fiebre amarilla tuvieron lugar en el barrio de San Telmo, el 27 de enero. En un principio, las defunciones pasaron desapercibidas para la población, aunque no para los médicos. La noticia se conocería cuatro días después de las muertes, cuando los periódicos informaron que estaba verificándose si efectivamente las tres víctimas -dos vivían juntas- habían adquirido la peste.
El día 1 de febrero se confirmó: presentaban los síntomas de la fiebre amarilla. Pero a la vez, se advertía a la población que no había motivo de alarma por el momento, o mejor dicho, por tres días.
El 4 de febrero se estableció un cordón sanitario para aislar a San Telmo del resto de la ciudad. Las casas donde se habían producido las muertes fueron cerradas y antes de hacerlo se quemaron los muebles y se desinfectaron todos los ambientes. Esto se debe a que se desconocía cuál era el agente de contagio. Por lo tanto se realizaban medidas de prevención.
El 7 de febrero, Buenos Aires fue declarado puerto infectado. Ya se entendía la gravedad de la situación. Se resolvió que ante la aparición de un contagiado, todos los habitantes de la casa debían ser sacados de allí y puestos en cuarentena en un lazareto. También se recomendaba a la población de San Telmo que tuvieran comidas regulares y que se mantuvieran secos. La medicina no podía establecer todavía de qué se trataba y el debate entre los médicos versaba acerca de si la peste era contagiosa o no. Lo único que tenían claro era que solía aparecer en verano y que se daba con mayor frecuencia en cercanías de ríos y de lagos. En este caso, todos señalaban hacia el Riachuelo que ya empezaba a dar claras señales de pestilencia. Por otra parte, el calor se presentaba con toda su energía. El verano de 1871 repetía temperaturas alrededor de los 34 grados y no daba respiro.
En esos días de incertidumbre, se supo que un hombre que había tenido fiebre amarilla, y que se encontraba en el lazareto de Ensenada, había huido del encierro y regresado a su casa en San Telmo. Se debatía si era posible que él hubiera trasladado el mal a quienes estaban padeciendo el rigor de la peste. Lo cierto es que el hombre se recuperó y eso llevó a que muchos pensaran que él no había tenido nada que ver con el problema y que la fiebre amarilla no era contagiosa.
Preocupados por comprender el panorama y tratar de identificar al agente conductor de la enfermedad, los médicos realizaron juntas informativas que permitieron a todos unificar criterios en cuanto a los síntomas que podía presentar la enfermedad:
La víctima comenzaba con violentos escalofríos en medio del sueño y luego pasaba, en esa misma noche, a soportar temperaturas de alrededor de 40º.
Algunos habían experimentado dolor de cabeza o fatiga muscular o náuseas o fuerte dolor en la columna vertebral.
En pocas horas, el afectado pasaba a tener la piel seca o bañada en sudor, los ojos enrojecidos y las pupilas dilatadas. Todo esto, acompañado de un fuerte dolor de estómago, más insomnio y un lógico estado de nervios. Luego se combinaban las náuseas con una sed insoportable, congestión y vómitos negros. Así, tres o cuatro días. Hasta que finalmente, el severo cuadro se disipaba.
Es de imaginar el alivio del enfermo, la alegría de volver a la normalidad. Sin embargo, para muchos era una calma pasajera. En pocas horas, a lo sumo dos días, volvían todos los síntomas, pero recargados. El cuadro empeoraba en todos los sentidos y el enfermo, abatido, comenzaba a delirar. Moría en coma, al quinto o séptimo día
después de aquella primera noche de gravedad. Aunque hubo casos de pacientes que se sostuvieron en esa terrible situación por diez o doce días.
Los médicos, en un principio, no lograron advertir que los afectados se encontraban en las mismas manzanas y que luego pasaba a otra contigua. Muchos años después, cuando se estudió con frialdad, pudo advertirse claramente el derrotero geográfico que fue siguiendo la peste en el barrio de origen. Además, hoy sabemos que el contagio se producía por la picadura de un mosquito y que la persona ya infectada, al ser picada por otro de estos insectos, le pasaba la peste. Por lo tanto, si este bicho picaba a otro humano, le transmitía la enfermedad. Así fue como se multiplicó la cantidad de portadores en condiciones de trasladar la fiebre amarilla a alguien de la familia o a un vecino.
Otra de las señales que daba la peste era que no se ensañaba con los que hoy denominaríamos "pacientes de riesgo", sino que atacaba a todos por igual. Una persona con muy buen estado de salud también podía ser contagiada y morir.
Hoy, conociendo al agente de infección, sabemos que si en aquel tiempo hubiéramos tenido los espirales para mosquitos -que ya empezaban a circular en Japón-, la mortandad hubiera disminuido en forma notable.
En un principio parecía que todo se circunscribía a la zona del barrio de San Telmo, hacia el sur. Sin embargo, a fines de febrero ocurrieron muertes en un conventillo ubicado en Paraguay y Cerrito, barrio de Retiro, del lado norte de la ciudad. Se trataba de una casona con capacidad para cincuenta inquilinos, aunque ese número estaba más que sobrepasado: en total, albergaba unos trescientos veinte habitantes. La primera víctima fue el dueño de la casa. También murió el resto de su familia. Los inquilinos huyeron despavoridos.
El 6 de febrero, la fiebre amarilla se cobró la primera víctima entre los profesionales de la medicina. El doctor Buenaventura Bosch, quien había atendido a los enfermos de enero, murió atacado por la peste, en su quinta de San Isidro. Era una autoridad. Siendo unitario, había sido el médico del gobernador federal, Juan Manuel de Rosas. Docente, fundador de instituciones médicas y respetable vecino, muy querido entre sus pares, cayó en cumplimiento de su deber profesional.
Se decidió trasladarlo al cementerio de la Recoleta. El coche fúnebre y la caravana conformada por los deudos y amigos partieron de San Isidro. Sin embargo, no llegaron a destino. Fueron interceptados a la altura del arroyo Maldonado, actual avenida Juan B. Justo. Se les anunció que por una disposición municipal, el féretro no podía ser llevado al Cementerio del Norte. Luego de un fuerte intercambio de palabras, el coche pegó la vuelta. El doctor Bosch fue enterrado en el cementerio de San Isidro.
De las seis muertes de enero se pasó a 298 en febrero. La gravedad iba en aumento. No se hablaba de otra cosa en Buenos Aires. Pero aquellos nefastos días fueron apenas el comienzo de epidemia que dejó un saldo de 14.000 muertos.
En marzo de 2020 el mundo se puso en estado de alerta cuando se informó que en diciembre de 2019, en la ciudad de Wuhan, capital de la provincia de Hubei, en la República Popular China, aparecieron casos de un grupo de personas enfermas con un tipo de neumonía desconocida. Estos primeros casos, diagnosticados en un principio como una neumonía fueron los que iniciaron las alertas sanitarias que llevaron a que en la primera semana de enero se identificara como causante de la enfermedad desconocida a un nuevo coronavirus, al que se denominó al principio 2019-nCoV y hoy conocemos como Covid-19.
Al igual que ocurrió con la epidemia de fiebre amarilla, se desconocía el origen del Covid-19, que no tiene una medicación específica, los síntomas son variados y recién ahora se están suministrando vacunas en algunos países. También existe incertidumbre sobre los resultados de esta vacuna y los posibles efectos colaterales que pueda provocar, por ello, son muchos los que ante la desconfianza rechazan aplicársela.
Una gran diferencia es que por la fiebre amarilla murieron 14.000 personas y por Covid ya son más de 45.000 fallecidos en nuestro país.
Antes se aislaba y obligaba a hacer una cuarentena y ahora debimos cumplir una extensísima cuarentena, que llevó a la gente al hartazgo por el encierro, la economía se derrumba, muchas actividades cesaron por más de ocho meses y eso los llevó a una quiebra, al cierre de locales comerciales que ya no volverán a abrir. También debemos sumar el deterioro de la educación, tantos chicos sin poder asistir a clases y solo los que tienen computadoras y acceso a Internet, pudieron recibir clases virtuales, dejando en total desigualdad de condiciones a los más humildes. Se incrementó la pobreza y lo que es peor, la gente no ha tomado conciencia de la gravedad de lo que sucede, se han relajado en tal forma que estamos en un período de rebrote que recién se suponía que iba a llegar en marzo.
El desbande comenzó con el velatorio de Diego Armando Maradona, al que asistieron multitudes para despedirlo, omitiendo el uso del barbijo, la distancia social y a partir de allí, otros grupos salieron a las calles a manifestar por diferentes cuestiones, entre ellas por la aprobación de la legalización del aborto, otros para festejos futbolísticos, hubo acampes en la 9 de Julio, fiestas clandestinas por doquier y ahora, comenzó el período vacacional y las playas están atestadas de jóvenes que a la noche se juntan para beber y bailar desentendiéndose de todos los cuidados que deberían tener. Todo esto promete ser catastrófico y pone en riesgo el sistema de salud, que ya tiene un alto porcentaje de ocupación de camas, preocupando a los médicos e infectólogos.
El gobierno avanza lentamente en decisiones que es necesario tomar rápidamente, antes que todo se desmadre y debamos lamentar un aumento significativo de muertes, por no actuar con la celeridad que requiere el caso, le guste a quien le guste. Lamentablemente la transgresión e irresponsabilidad de los argentinos es tan grande que parece que cada uno vive pendiente de sí mismo, de disfrutar el momento, sin importarles lo que les pasa a los demás, no se cuidan y de esta manera perjudican a quienes hicieron el sacrificio de cuidarse tantos meses, quedando ahora a merced de los irresponsables.
Tal vez aquí radica una gran diferencia entre los tiempos en que el país se vio afectado por fiebre amarilla y ahora. Sarmiento, quien gobernaba en aquel entonces, tomaba las medidas del caso y ordenaba qué debía hacerse para salir de esa apremiante situación, el Gobierno actual, fue muy criticado por no haber resuelto bien la situación y aún no sabe cómo hacerlo. Esperemos una rápida reacción que frene el descontrol para terminar de atravesar la pandemia lo antes posible.
Susana Espósito - Publicada el Martes 26/01/21 - 11921 caracteres
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